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Historias de amor y otros diablos

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Las dos semanas antes fueron un mini infierno mental. Crisis de ansiedad, sonambulismo, desesperación, lágrimas por todo, ira intensa y súbita, acompañado de una falta absoluta de concentración en otra cosa que no fuera el maratón. Claro, siempre en esos momentos es cuando más trabajo se tiene, cuando más esperan de uno y bueno, nunca está de más la angustia por no juntar todo el dinero que esperaba para donarlo al hospital psiquiátrico. Un coctel molotov especial para probar mi temple.

A una semana de distancia, sólo hablaba, soñaba y comía por el maratón. Sí, un sueño largamente acariciado pero que también me daba pánico. Mis terapeutas sólo me escuchaban hablar una y otra vez de lo que me esperaba el 6 de octubre. Lo desconocido. Y el miedo a lo que pasaría después. Y todo el mundo que me quería escuchar también.

Los dos días antes fue una verdadera montaña rusa. Ya saben: náuseas, mariposas en la panza, nerviosismo súbito, cara de borrego enamorado, absolutamente distraída. Con lo único que pude compararlo fue con estar enamorada.

La noche anterior no pude dormir de las náuseas y el dolor de panza. Hice lo que hace más de 15 años no hacía: pedirle a mi mamá que se quedara conmigo un rato, porque no podía dormir. Platicamos mucho de todo y nada, en realidad. Cenamos tranquilamente ella y yo, como si afuera no estuviera la ciudad de Querétaro con más de 15 mil corredores y sus familias.

Llegó la hora de dormir y me despedí de mi familia, de mi ahijado y su madre y de mi rumi, con cara de susto, pero muy en el fondo me sentía como si estuviera en mi rincón seguro del universo, acompañada de algunas de mis personas favoritas en el mundo entero.

El despertador sonó a las 4 a.m. Brinqué de la cama con una gran sonrisa y mi rumi me dio un masaje para dejarme lista a lo que viniera. Mi tía Licha, mi mamá y mi rumi me acompañaron a la línea de salida. La ciudad olía a mentol, a nervios, a emoción. Fuimos caminando rápidamente para encontrarme con algunos amigos nuevos que hice gracias a la comunidad de corredores en twitter, a la que pertenezco.

No encontré a nadie. Estaba súper nerviosa. Y entonces vi a uno de ellos con esa gran sonrisa:“Vente, todos estamos acá”. Me despedí de mi familia con un abrazo, lágrimas en los ojos y un tímido “nos vemos en la meta”. Ellas me miraron con la misma cara que me dejaron en el kinder, esa cara indescriptible que sólo conocen las personas que han criado a alguien más.

A los tres segundos ya estaba muy feliz con mis nuevos amigos, riéndome,viendo todo mi entorno. Y en menos de lo que me di cuenta, ya era el himno nacional  y la cuenta regresiva.Todos listos. ¡Allá vamos!

Los primeros 21km fueron increíbles. Iba al paso que me marcó mi entrenador, confiada, disfrutando muchísimo del ambiente, de la música, las porras y de la fuerza que sentía. Pero de pronto algo cambió.

Me distraje al conocer a un corredor de 70 años, que estaba corriendo su maratón número 50.

Se me atrofió la aplicación que uso para correr y decidí pararla, para volver a empezar a contar como 1 el kilómetro 22. No estaba nada en la carrera. Mi estómago comenzó a quejarse. Sentí ese dolorcito en la rodilla. Pero eso no era nada, en el kilómetro 25 empezó la verdadera prueba.

Esas cuestas resultaron más pesadas de lo que había planeado y de repente me di cuenta que había bajado mi paso mucho, cuando un par de corredores me adelantaron, preguntándome si me sentía bien. “Sólo es un bajoncito”, alcancé a decir. Y entonces pensé en toda la gente que me apoyó durante los meses previos y en la recaudación de fondos.

Fui recordando a todos y todas las que creyeron en el proyecto de donar el dinero al Hospital Psiquiátrico y que escogieron algún km. A quienes me dejaron mensajes lindos, apoyándome. A quienes confiaron en mi. Entonces retomé mis canciones, mi concentración y decidí seguir adelante.

En el kilómetro 27 escuché que gritaban mi nombre. Era una parte verdaderamente complicada. Es donde se acaba el jolgorio y uno se encuentra sólo consigo mismo. El pavimento comienza a humear, aparecen los mareos y el calor. Donde uno pierde todo, menos la voluntad. Una especie de triángulo de las Bermudas. Ahí muchos corredores y corredoras cayeron al piso, gritando de dolor. Muchos dejaron ahí su sueño de acabar. Otros terminaron en la ambulancia. Yo los vi.

Muchas sirenas, mucha soledad y el dolor se hizo presente. La mente me  jugaba sucio, el corazón se mostraba dominante. Fueron un par de kilómetros eternos. Un tramo que pensé no acabaría nunca. Cansada, sedienta, triste. Y justo ahí, en medio de todo fue que descubrí lo cómoda que me siento conmigo misma y que soy más feliz que antes. Aún con mucho dolor y cansancio. Aún en los malos momentos.

Traté de concentrarme lo más que pude y volví a escuchar mi nombre. Mi primo Julio con su hermosa familia estaban parados en medio de la nada, con pancartas y porra para mi. “¡Vamos prima, vamos! ¡Ya casi llegas al 29!” Sonreí diciendo: “¡Carajo! ¡Me siento muy cansada!” Pero no bajé el paso, al contrario, fui subiéndolo poco a poco. Mi mente y yo llegamos a una tregua. Nos reconciliamos como hace años que no lo hacíamos: con mucho amor y fortaleza.

Pensaba que en el kilómetro 32 me encontraría con mi familia y seguí, seguí, seguí. Llegué por fin, para descubrir que ese kilómetro estaba en medio de la nada y que no había más que corredores. Casi todos teníamos el mismo semblante de agotamiento, dolor, desolación,  pero muy en el fondo sabíamos que aún nos faltaba un buen tramo. Así que decidí que si a eso iba, no había otra opción. Iba a terminarlo hasta terminarlo.

Seguí mi camino y encontré un gran arco con una pantalla en la que me vi. “Acabas de pasar la pared, felicidades”. Nol o creía. No creía lo que decía. Sonreí y me esforcé aún más. Las calles comenzaron de nuevo a vibrar, a sonreír.

De pronto, vi a una pelirroja que venía hacia mi con una pancarta que decía: “Sigue adelante, que el Fray te espera”. Era mi Cristina, mi rumi. Unos pasos más allá estaban Karen y mi ahijado, con un globo morado y otra pancarta: “Believe in the blerch”. Se me salía el corazón de la emoción. “Estoy súper cansada”, “Ya quiero llegar”, sólo alcancé a decir. Cristina soltó la carcajada y me dijo: “Anda, vamos, que yo te voy a acompañar los kilómetros que faltan”. Y de la nada se puso a trotar conmigo, contándome historias, haciéndome reír.

Y entonces, tan intenso como es mi corazón, justo cuando ya había aceptado el dolor y lo que faltaba, en el kilómetro 37 comencé a llorar. No era un llanto tímido. Eran verdaderos sollozos. Incontrolables. “Ya no puedo. Ya quiero terminar. Ya estoy hasta la madre. Me duele todo. Tengo hambre. Ya quiero llegar”, decía entre lagrimones y suspiros. Cristina me decía: “Vamos tía, que ya vendimos todos los kilómetros y no te vas a rajar. Llegaste hasta acá y vas a lograrlo”.

Me paré dos segundos y ella me dio un cálido impulso.“No estás sola”. Gritaba como loca: “¡Porra para Mariana! ¡Porra para Mariana!” y la gente a nuestro alrededor aplaudía, me sonreían, me gritaban que iba super bien, que no me detuviera. Yo, trotando y llorando, no detuve el paso. Seguí adelante. Agradeciendo, mentando madres, riendo. Pero nunca parándome. Nunca más.

Otra corredora se sumó a nosotros. Se llamaba Maricarmen y también se sentía muy cansada. Le regalé el gel extra que me quedaba, un poco de agua y le dije: “Ahora es cuándo”. Cuando terminé de decirlo, me di cuenta que estábamos ya en el kilómetro cuarenta y comencé a correr como si se me hubiese metido el diablo. La dejé atrás. Agarré muchísimo impulso y decidí terminar de soltar el dolor, la soledad, la tristeza. Y correr. Correr a mi nueva vida.

Corrí como nunca. Dejé todo atrás. No pensé en nada. Sólo corrí sintiéndome libre, feliz de estar viva. Y entonces vi las vallas y lo más deseado en ese momento: La meta.

Escuché mi nombre y vi a mi tío Jorge tomándome fotos con una sonrisa que no le cabía en la cara. Me acerqué y extendí mi mano hacia él: “¡Me rifé! ¡Lo logré! ¡Me rifé!”, mientras seguía mi camino. Unas cuántas personas después estaba mi tía Beatriz, llorando de emoción: “¡Mi reina! ¡Lo lograste! ¡Lo lograste!”. Sólo sentí mi cara muy mojada y mi sonrisa hasta el cielo.

La gente comenzó a aplaudir y querían estrechar mi mano. Yo seguí corriendo hasta que pisé la meta, extendí mis brazos y grité de felicidad, sin detenerme. Se pararon los jueces a aplaudirme…y cuando se movieron vi a mi mamá extendiéndome sus brazos, con lágrimas en los ojos y una sonrisa como si hubiera ganado el premio de los 100mil pesos.

Ese fue el único momento en que me detuve. La abracé, llorando ,diciendo: “¿Ya llegué? ¡¿YA LLEGUÉ?! ¡LO HICE! ¡ACABÉ MI PRIMER MARATÓN!” entre sollozos, risas y mucha alegría. Me abrazaron mis tías Licha y Yola, que estaban paradas junto a ella. Las tres mamás y yo nos fundimos en un gran abrazo de alegría y satisfacción. No podía creerlo. Estaba en pie, con esa gran sonrisa y sobredosis de endorfinas.

Me sentía poderosa, feliz conmigo misma. En un franco enamoramiento con Mariana. Llena de perdón hacia mi, de reconciliación. De saberme que soy más fuerte de lo que pensaba (sí, como la canción esa).

Caminamos hasta la entrega de kits de recuperación, que ya no había. Se me hizo muy raro, pero seguí caminando. Me dieron mi medalla, mi sudadera de Finisher y una toalla muy linda. Salí de nuevo a ver, ahora sí, a toda la comitiva reunida y después de las fotos y los abrazos, le pregunté a mi mamá: “Mami, ¿Por qué ya no hay kits de recuperación y ya están levantando todo? ¿Pues cuánto tiempo hice?” Y mi madre, con una gran sonrisa y esa cara que sólo ellas entienden, me dijo con toda la dulzura que pudo, ocultando –a medias- el sarcasmo y el cansancio: “Mijita, corriste durante seis horas. SEIS HORAS”.

Epílogo:

Junté 26,630 pesos para donarlos al Comité Ciudadano del Hospital Psiquiátrico “Fray Bernardino Álvarez. La meta real era juntar 8,400 pesos. El donativo ya fue entregado. No tengo palabras suficientes para agradecerles el apoyo. Gracias infinitas por creer en el proyecto y apoyarlo con sus dineritos.

Gracias a quienes aguantaron mis neurosis, mis crisis de ansiedad, mis súbitas tristezas. Gracias a quienes siempre tuvieron una palabra de aliento. Gracias, también, a quienes criticaron duramente este proceso y a quienes lo siguen haciendo, aún cuando sea con historias inventadas. Gracias. Hoy soy mucho más fuerte y agradezco que no todo sea rosa. Le dan una perspectiva diferente a mi vida.

Gracias a quienes han estado conmigo cada paso, cada kilómetro, cada entrenamiento. Gracias a quienes decidieron mantenerse muy lejos.

Gracias a mi hermosa familia, toda,completa. Que a cada paso me dan su apoyo y su cariño.

Gracias a Gerardo Villasana, por dejarme apoyar al Fray.

Gracias a mi entrenador Mike García, a mi nutrióloga Sol Sigal, a los twitterrunners.

Gracias a ti, que estando lejos me das tanta paz.

Hoy soy maratonista. Pero lo más importante: Hoy me reconozco como Mariana. Hoy siento un infinito amor por mi y hacia el universo. Hoy tengo muchas ganas de seguir viviendo.

¡Vamos por el siguiente maratón!

Mariana, contando la triste y fantástica historia de la cándida hojaldra y su entorno desalmado. (A veces sí, otras no tanto).

Nací rupestre y crecí salvaje. Maratonista. Aprendiz de fotógrafa. Mochilera sin remedio.

Mariana Castro

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